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Sigmund Freud o de porqué no me gusta la jota

Sigmund Freud o de porqué no me gusta la jota

Siempre me ha tenido intrigado el porqué de mi profunda aversión hacia la jota en todas sus variantes –ya sea cantada, bailada, o interpretada por rondalla-. Sé por mis sentimientos que no se trata de algo estrictamente musical; hay otros muchos géneros que no son de mi agrado y que no me generan reacción alguna. Sin embargo, cada vez que uno de esos baturros agarra con saña una cuerda de guitarra como si quisiera arrancarla de cuajo, o cuando los bailarines pegan esos brincos en los que golpean entre sí sus alpargatas para finalmente caer al suelo con estruendo, un escalofrío me recorre de arriba abajo, y un súbito deseo de aniquilar hace que toda la sangre de mi cuerpo se me acumule en las sienes durante algunos segundos.

Tras años de reflexión en torno a este asunto, y de infructuosos análisis de los diferentes estilos y grupos de joteros -por mi trabajo he tenido numerosas oportunidades para ello, llegando a escuchar en directo “Los Sitios de Zaragoza” hasta tres veces al día durante diez días consecutivos al año-, llegué a la conclusión de que tendría que haber una causa más profunda. Así que, dejando a un lado los factores intrínsecos del género, me centré en mi relación con el mismo, desde la infancia. Y, finalmente, ya lo he descubierto: ahí estaba el quid de la cuestión.

Tendría yo cinco o seis años cuando tuvo lugar el desgraciado incidente que, digo yo, ha debido marcar mi relación con el recio folklore aragonés de por vida. Un bonito domingo por la mañana, mi padre, mi pelota y yo nos fuimos al Parque Grande, a dar un paseo y jugar un rato. Ese mismo bonito domingo, en el Paseo de los Bearneses, junto al recién inaugurado bodriomonumento a Paco Martínez Soria, tenía lugar una entrega de premios (reproducciones del busto del insigne actor) a destacados aragoneses.

Nosotros llegamos cuando se lo daban a la sin par Conchita Carrillo. Mi metro de altura y yo perseguíamos el balón soñando con ser algún día Juan Señor cuando Conchita, toda briosa, bajaba del escenario por la rampa blandiendo su flamante galardón.

Del encuentro entre la parte superior de mi metro de altura (véase mi cabeza) y el brío de la Carrillo, concentrado en la mano en la que portaba el trofeo, surgió una considerable brecha en mi frente que sangró abundantemente, una breve disculpa farfullada por parte de la periodista y una bronca de mi padre a la susodicha -no le metió una hostia por casualidad-. Evidentemente, en ese momento yo no conocía el profundo vínculo de Doña Conchita con la jota; sin embargo con el paso del tiempo lo fui sabiendo, y algo en mi cabeza -qué ironía- relaciona desde entonces sin transición a Paco Martínez Soria, la Jota, Doña Conchita Carrillo y la Violencia en el Deporte.

Aún ahora, al ver a mi querida Conchita -sin que deban mediar jotas que la acompañen-, el recuerdo de un viejo dolor de infancia en la cicatriz cruza por mi frente.


 

P.D.- La fotografía que acompaña a este ejercicio de psicoanálisis, podrá dar idea al lector de las contundentes aristas de la escultura. Del mismo modo, el autor quiere aclarar que, pese a todo, no guarda ningún rencor hacia la entrañable periodista.

3 comentarios

Luis Miguel -

La jota es, indudablemente, el último rastro de los divertimentos de arevacos, vacceos y segedenses durante el asedio de Numancia. ¿O es que creíais que la mayoría se suicidó porque venían los romanos...? Reescribamos la historia...

marga -

Algo muy parecido le paso a Harri Poter con Voldemort.

el pastor de andorra la bella -

Sigmund Freud diceeee
que no quiere ser joterooo,
que lo que quiere ser
es jefe de los loqueroooos.
brrlm, brrlm, brrlm (siento no hallar otra onomatopeya para el dulce y armonioso sonido del laúd)