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El faisán -relato breve-

El faisán -5 de 5-

V.

- ¿Majestad?

“En la tarde del día de Nuestro Señor Veinticuatro de Abril de Mil Seiscientos Setenta y Uno fue hallado en fatídicas circunstancias el cadáver de monsieur François Vatel, cocinero, maestro de ceremonias y jefe del personal de la casa del príncipe de Condé. El cadáver yacía sobre el suelo de la que hasta entonces fuera su habitación, sita en el tercer piso de las dependencias del servicio del castillo de Chantilly, atravesado por tres veces con espada y desangrado, tendido bocabajo entre los enseres que al parecer en su caída mortal arrastró consigo tras tropezar con la mesa y aferrarse al mantel.

Del hecho de que fuera su propia espada la que originara tan escabrosa muerte y de que el pestillo de la citada habitación estuviera echado, así como de la investigación realizada posteriormente se deduce que indudablemente el finado se produjo a sí mismo las heridas que a la postre generaron su deceso situando contra su vientre la parte punzante de la espada y abalanzándose violentamente contra la puerta de la cámara por tres ocasiones, resultando la última de estas suficientemente lesiva como para acabar con su vida. A juzgar por el grado de coagulación de la sangre y el aspecto del cadáver, el fallecido se produjo tales heridas aproximadamente hacia las quince horas del citado día, apenas quince minutos después de haber sido visto por última vez por las dependencias del castillo.

En cuanto a las circunstancias que rodean esta muerte, todo hace indicar que se trata de un suicidio por motivos profesionales. Según declara monsieur Gourville, segundo de monsieur Vatel en la cocina y última persona que pudo verle con vida, el fallecido abandonó los sótanos del castillo con dirección a su habitación visiblemente abatido, siendo sus últimas palabras -siempre según el testimonio de monsieur Gourville - "no sobreviviré a una afrenta así; tengo honor y reputación que perder”. Considerando que minutos antes monsieur Vatel había sido emplazado a comparecer ante Su Majestad -a quién contra todo pronóstico no había agradado el almuerzo- , parece lógico concluir que el interfecto no supo aceptar las críticas que doctamente el Rey, asistido por su proverbial sabiduría, hizo a su descuidada actitud y a su -esta vez- desafortunada cocina, y que vencido por su orgullo optó por restaurar su honor con esta desdichada medida, en lugar de apreciar con humildad cristiana el sabio consejo de Su Majestad, tan generoso con él en multitud de ocasiones. Conociendo igualmente de boca de la mayor parte del servicio el carácter altivo de monsieur Vatel, no es difícil deducir... “

El faisán -4 de 5-

IV.

                “....y así constantemente me veo obligado a variar la ubicación en palacio de los aposentos de Madame de Montespan y Madame de Maintenon, con el único objetivo de burlar el sofisticado entramado de espionaje de Saint-Simon, quien para ser el cronista oficial del Reino se muestra demasiado proclive a la provocación y más bien poco afecto a la monarquía. Su Majestad asiste perplejo a todos estos ardides, autorizándolos y asumiéndolos como propios simplemente porque yo se los propongo, como si de un antojo se tratase.

                Dios sabrá perdonar la inmodestia que supone mencionarlo aquí, pero lo cierto es que manejo estas artes con la maestría propia de una casamentera, urdiendo aquí y allá, siempre por el beneficio de mi bienamada Francia. Su Majestad no acaba de entender que se trata de una cuestión de Estado que heredé de mi padre; es el único modo de ocultar sus censurables aficiones e impedir que esa cotorra de Saint-Simon llegue a sospechar de las tendencias pecaminosas del Rey, a las que ni la muerte del fatídico Vatel, al que nunca llegué a conocer, ha puesto fin.  Dedico materialmente un tercio de mi trabajo diario a esta ingrata y compleja misión, generando rumores, expulsando a supuestas concubinas de la Corte o hablando sólo por los Salones a sabiendas de que por los rincones decenas de orejas permanecen atentas a mis palabras, consiguiendo así que Saint-Simon centre todos sus esfuerzos en conocer y criticar las libidinosas  costumbres de Su Majestad el Rey, al que ya ha dado en llamar “El Amante Impenitente”, relatando sin recato sus “constantes infidelidades y aventuras” y contribuyendo así, sin saberlo, a mi sacrificada causa.

                Facilita indudablemente mi labor el hecho de que Su Majestad, a la deriva en cuestiones amatorias, no ha perdido sin embargo el seso en lo que se refiere al futuro de Francia, aceptando -sin entusiasmo, eso sí- su deber de asegurar con hijos la continuidad dinástica de la casa borbona. Este hecho, unido a la aparente infertilidad de la reina, ha contribuido a que Su Majestad acepte fecundar ocasionalmente a alguna de las damas de la Corte, que aceptan encantadas a cambio de un marquesado. Después estas, convenientemente coaccionadas, chantajeadas o compradas, no ponen pegas en guardar silencio ante la impericia de Su Majestad, propagando en cambio por la Corte nuevas leyendas sobre el “desmedido apetito sexual” del Rey Sol.

 

                Conseguidas por la infatigable mano de mi padre durante este glorioso reinado proezas tales como armar el mayor ejército de Europa o la mejor marina que surca los mares, será sin embargo esta campaña, oculta a los ojos de los hombres y casi vencida ya ante la atroz estupidez de la nobleza parisina y la falta de sagacidad del relamido de Saint-Simon, la gesta que engrandecerá sin duda el nombre de mi familia, situando el apellido Colbert entre los más ilustres de la Historia de Francia.”

 

Extractado de las “Memoires Secretes”, de  J. B. de Colbert

(Pendientes de edición, págs. 112-115 del manuscrito original

en depósito en el Museo Arqueológico de París)

 

En la noche del segundo al tercer día de festejos Vatel, profundamente despechado por no haber sido citado por el Rey la noche precedente ni invitado a tomar el té tras ninguna de las comidas celebradas, irrumpió a través del corredor secreto en la Cámara que ocupaba Su Majestad.  Con sorpresa pudo ver como el monarca yacía desnudo, de espaldas, con la cara hundida entre las ingles de un joven muchacho de su séquito, que abrazado a la almohada se retorcía rítmicamente con el rostro ruborizado de placer. Su Majestad movía la cabeza de arriba abajo y hacia los lados con una suavidad que Vatel conocía bien, mientras con sus manos recorría lentamente el torso y el vientre de su complacido amante.

 

-          ¿Porqué me haces esto?

 

En un pequeño espasmo de placer el muchacho entreabrió los ojos y alcanzó a ver, en la penumbra, la figura del cocinero. Sobresaltado se irguió, sintiéndose descubierto en su pecado; no así Su Majestad, quien sin inmutarse posó con dulzura su mano sobre el pecho del joven recostándolo de nuevo y continuó recorriendo con su lengua la todavía imberbe anatomía del efebo.

Confundido en aquel profundo silencio, Vatel quedó petrificado junto a la puerta, a medio camino entre el despecho que le había guiado hasta allí y la inesperada morbidez de la imagen que veía ante sus ojos. Un escalofrío recorrió su cuerpo al imaginarse parte de tan lascivo lecho; pudo imaginarse envuelto entre la amada virilidad de Su Rey y la ternura y tersura de la piel de aquel joven paje iniciándose  por los senderos del placer. Solo la voz de Su Majestad, cortante y seca como nunca antes la había sentido, pudo sacarle del letargo en el que por unos segundos se había perdido.

 

Sin separar su rostro de la entrepierna del muchacho, y con hiriente ironía, el Rey dijo

 

-          Te presento a Maurice, mi nuevo, digamos, ayudante de Cámara. ¿No te parece... bello?

-          ¿Porqué me estás haciendo esto?

-          Ah, no seas niño, François. ¿Qué te sucede ahora? Siempre te acompañó el don de la palabra, ¿qué esta pasándote? ¿No te estarás haciendo mayor?

-          ¿Porqué?

-          “Es el designio divino el que corona a Su Majestad”. Un Rey no puede limitarse, no debe... sujetarse a cosas terrenales; el origen celestial de su cargo se lo impide. Una única fidelidad; Francia. Para lo demás, querido, un Rey lo es de sus súbditos: de todos ellos.

-          Pero tú...  me querías...

-          Qué lástima; no eres ni la sombra de ti mismo. Míralo, Maurice: la condición humana tiene estas contradicciones. El hombre que ahí ves fue, en otro tiempo, una de las lenguas más audaces de toda Francia. Y ahora apenas es capaz de balbucear su nombre, como un vulgar chiquillo. Qué lástima, Maurice, qué lástima...

-          ¿Cómo puedes hacerme esto?

-          Ah, mírate bien, Vatel; estás viejo y fofo. Ya no eres digno de un Rey.

 

Desdibujado y hundido, Vatel era por primera vez en su vida incapaz de saber qué decir. Le temblaban las piernas, su respiración era entrecortada y su pulso latía desacompasado, como si el corazón se le fuera a salir. Con notable esfuerzo pudo finalmente apartar su mirada del Rey, y cabizbajo se giró en dirección a la librería que ocultaba el acceso secreto.

 

-          Y mucho cuidado con lo que haces o dices, Vatel. Recuerda que Yo soy tu Rey; podría hundirte con tan solo mover un dedo. No quisiera tener que humillar a aquel a quién una vez quise...

 

Vatel volvió su mirada hacia el lecho real como ausente; aún pudo ver como Su Majestad abandonaba la posición en la que había permanecido para avanzar entre las sábanas e introducir su regio sexo en la boca de aquel muchacho. Desolado abandonó la Cámara Real, y regresó a su habitación, donde permaneció en vela durante todas las horas de noche que quedaban.

El faisán -3 de 5-

III.

Alzó su copa de vino y humedeció sus labios. Era un Montrachet viejo, no cabía duda; el mejor vino blanco de Francia. Miró a izquierda y derecha, y observó complacido que toda la corte estaba pendiente de él. Al fin y al cabo, era lo lógico: él era El Rey Sol. Regresó a su copa, bebió un segundo sorbo largo y, tras tres segundos de inquietante silencio, dijo a Condé

- Excelente

Varios “Ah, oh” de aprobación surgieron de entre la audiencia que, satisfecha, aplaudió con exquisitez el gesto de su rey. Condé, halagado, inclinó hacia Su Majestad la cabeza en señal de agradecimiento. Golpeó con el tenedor su copa, y a su señal comenzó el almuerzo que abriría los tres días de asueto con los que había decidido agasajar a la corte y al Rey.

Luis XIV pudo reconocer con rapidez aquel olor. Desde que en 1661, hacía ya diez años, visitó por primera vez al príncipe de Condé, ese aroma persistente no había dejado de abrir los primeros banquetes de cada visita: “Canon d’Agneau à l’Essence d’Estragon”, receta por la que el rey había demostrado notable predilección. Algo había en aquel sabor que perturbaba la habitual quietud del monarca; un rubor casi imperceptible ascendía hasta sus mejillas, y los que junto a él presidían la mesa podían apreciar cómo su respiración se agitaba hasta parecer la de un chiquillo, entrecortada y ansiosa. Inexplicablemente su pulso se tornaba torpe y angustiado, y un hormigueo incontrolable recorría su cuerpo de la cabeza a los pies.

Los comensales habituales conocían de sobra aquella reacción del rey: con el primer bocado, cerraba los ojos, mantenía la carne contra su paladar e inevitablemente sonreía, elevando la cara, con los ojos cerrados, deleitándose en los contrastes, con un placer que en sus cartas madame de Sevigné describiría como “la emoción de quién revive un recuerdo amable y remoto”. Después de tan excelso éxtasis, inequívocamente, Su Majestad recuperaba de súbito el sentido, tomaba su servilleta, limpiaba con sutileza la comisura de sus labios e iniciaba con Condé animadas pláticas, en las que complacía al Rey escuchar de los labios del príncipe las magníficas hazañas bélicas que engrandecían su hoja de servicios.

Tras el matemático ritual, símbolo del beneplácito real ante las delicias servidas, el banquete cobraba brío; el placer con el que el monarca degustaba los distintos platos se contagiaba irremediablemente al resto de invitados, sumergiéndose todos ellos con delectación en el delirio de aromas y sabores que conllevaba cualquier francachela en el incomparable marco barroco de Chantilly. El convite, copiosamente regado con los mejores caldos de la generosa viña francesa, devenía entonces con rapidez en una inmensa algarabía con un único objetivo: la plena satisfacción de Su Majestad el Rey. Bandejas repletas de deliciosos manjares se cruzaban en el incesante trasiego del servicio, que apenas daba abasto para atender a la en otras ocasiones comedida nobleza, vencida en esta ocasión en sus modales a favor de la inigualable cocina del protagonista de la mayor parte de las conversaciones y elogios: aquel soberbio maestro de ceremonias llamado François Vatel.

- ¿Cuál es tu receta preferida?

- Cualquiera de las tuyas...

- Vale, pero ¿cuál?

- Está bien... mmh... Sí, ya sé: me encanta tu “Canon d’Agneau à l’Essence d’Estragon”

- De acuerdo; a partir de ahora, cada vez que vengas a ver al príncipe, ese será el primer sabor que degustes. Será... nuestro mensaje secreto particular. Significará que alguien te espera para, en fin, ya sabes...

- Eres El Amante del Rey, ¿te das cuenta? Si fueras mujer y Colbert lo supiera, no tardaría en hacerte marqués...

- Mejor que las cosas queden como están...

- ¿Porqué no te vienes conmigo a palacio? Si le pido a Condé que prescinda en mi favor de tus servicios, le faltará tiempo para ordenar que te recoja un carruaje...

- Mi sitio está aquí; si me tuvieras allí no tardarías en dejarme de lado... Además Colbert no es tonto: tus visitas a Chantilly acabarían espaciándose, y pronto deduciría que lo que te traía hasta aquí era yo, y no por mi espléndida cocina...

- Tú eres un vanidoso

- ¿Acaso no es así?

- Deberías ser un poco más cuidadoso con esas cosas; soy El Rey, podría hundirte, a ti y a tu fama...

- Ven aquí...

El faisán -2 de 5-

II.

- ¿Qué me has cocinado hoy?

- Faisán

- ¿Cómo?

- Trufeé

- Cuéntame cómo lo haces...

Tomó delicadamente aquel rostro entre sus manos, y con dulzura acercó sus labios a los del jovencísimo rey. A tan poca distancia se podía observar, a través de los afeites, la tersura de su piel y la suavidad de sus rasgos casi adolescentes, imperceptiblemente ruborizados bajo el maquillaje que envolvía su tez. Tiernamente lo besó, y sin apartarse apenas de su cara, recorrió con lentitud la distancia que separaba su boca de su oreja, susurrándole al oído

- Se escoge un faisán de tierna edad, preferiblemente macho, criado en granja, atendido con el mayor de los mimos, y se le acaricia suavemente...

- Venga, cuéntamelo en serio...

- Ah, está bien, está bien... Primero, el faisandage: el ave debe permanecer colgada por las plumas de la cola, y sin desplumar -error frecuente entre los principiantes- por un periodo no superior a nueve días y nunca inferior a tres, en función del clima. Después, cumplido el plazo, se despluma, se asa, y se sirve envuelto en una hoja de papel previamente untada con mantequilla, para que coja color. Se acompaña de una salsa de uvas sin madurar, pimienta y sal; se aromatiza con trufas molidas et voi-la.

- Yo quiero saber tu toque secreto.

- Eso no te lo puedo decir...

- ¡Pero yo soy tu rey!

- No puedes imaginarte cuánto...

Para Colbert fue un golpe muy duro encontrar a su rey, el futuro gran monarca de una Europa doblegada a los pies de Francia, encamado y en actitud amatoria con un vulgar cocinero. Él, Jean-Baptiste Colbert, que durante los tres últimos años había resuelto con la espada cualquier mínima afrenta a la honorabilidad de Su Majestad, plantado de bruces frente a una burda alegoría en la que el pueblo, el populacho, la plebe, conseguía horadar -y con rotundo éxito- tantos años de esplendor de la dinastía borbónica. Bien es cierto que, como él mismo comentaría más tarde en sus círculos más íntimos, se hubiera ahorrado una notable cantidad de quebraderos de cabeza de haber mantenido el protocolo; pero la confianza que le unía con Su Majestad y las magníficas noticias que traía -la conquista del Franco Condado y la expulsión de las tropas españolas- le llevaron ofuscado a traspasar, sin previo aviso, las puertas de lo que él luego definiría como “su particular infierno”.

La investigación que lógicamente tuvo lugar a raíz de este hecho permitió saber que estas relaciones habían comenzado diez años atrás, en 1660, en una de las múltiples fiestas que por aquellas fechas tuvieron lugar en el castillo de Vaux-le-Vicomte, residencia del entonces ministro real Fouquet (curiosamente, tal y como los rumores populares venían a contar). Desde entonces venían sucediéndose con periodicidad, y explicaban la extraña admiración que durante la última década había llevado a Su Majestad a visitar con más frecuencia de lo natural al príncipe de Condé en su palacio. Esta veneración, hasta entonces interpretada por Colbert como un encomiable gesto de aprecio del monarca a los impagables esfuerzos de Condé frente a los tercios españoles en Rocroi y a lo largo de toda la Guerra de los Treinta años, no era sino un vulgar pretexto: Vatel, tras el trágico declive de su anterior señor (procesado y encerrado de por vida en la fortaleza de Pignerol), había pasado a engrosar las filas del servicio del castillo de Chantilly, residencia del citado Condé desde su triunfal retorno a Francia, amnistiado tras la Paz de los Pirineos y devuelto al ejercicio de sus dignidades y honores. Las visitas tenían ocasión con intervalos nunca superiores a treinta días, y generaban no pocas polémicas entre el resto de personalidades nobiliarias del reino, que veían como sus gentiles invitaciones al rey eran cortésmente rechazadas por su secretario, en favor del que en su día había sido considerado traidor a la madre patria.


Fue a raíz de este desgraciado incidente cuando Colbert inició la que sin duda sería su mayor gesta diplomática: convertir al rey, mediante notas cruzadas, falsos rumores, coacciones a grandes damas, sobornos a cronistas y toda suerte de trucos y artimañas, en el mayor tombeur de femmes de toda Francia. Y a fe que lo consiguió, como se colige de todos los tratados y biografías escritos hasta este, que parte del inesperado e impagable hallazgo de un documento hasta hoy inédito: las Memoires Secretes, de J. B. de Colbert, hijo y sucesor en el cargo del citado ministro Jean Baptiste Colbert”

De Luis XIV: el mito se derrumba, de V. Dufresne

Ed. Delacroix, 2001. Pág.136.

El faisán -1 de 5-

El faisán es un relato breve en 5 capítulos sobre Le Grand Vatel y Luis XIV. La historia nos habla de él como un rey muy mujeriego, un auténtico "tombeur de femmes". Este relato -fiel al desarrollo histórico de los hechos, ficción en las situaciones de alcoba y en todos los supuestos extractos de libros, tratados y ensayos- juega con ese hecho y con un breve leído en un libro de historia: "En 1671, el prestigioso cocinero francés Le Grand Vatel se suicidó porque la comida que había preparado no había sido del agrado de Su Majestad el Rey, Luis XIV..."

I.

- Jean-Baptiste...

- ¿Señor?

- Que venga.

Atravesó como una exhalación el largo corredor que separaba la puerta de servicio y el comedor real. Ni tan siquiera se detuvo a saludar, como hacía habitualmente, a los dos alabarderos que impertérritos custodiaban el acceso a la sala. Con su gorro de cocinero entre las manos, nervioso pero sin abandonar ni por un instante su arrogancia de reputado chef francés, Le Grand Vatel irrumpió en el animado almuerzo con el que el príncipe de Condé había decidido agasajar a sus nobles invitados. Tragó saliva, carraspeó levemente y, mientras altivo desplegaba una amplia reverencia, dijo, en un tono que muchos de los presentes recordarían luego como “de cierta sorna”:

- ¿Majestad?

Estaba profundamente orgulloso de su talento como cocinero. Toda Francia conocía su inigualable habilidad para el guiso; algunas de sus recetas, como el “Cânard au voisses du foie”, habían hecho palidecer de placer a las damas más relamidas y presuntuosas de la ya de por sí algodonada corte de Luis XIV. Su fama alcanzaba tales extremos que entre el pueblo de París corría el rumor -jamás desmentido ni confirmado por él- de que en cierta ocasión doña Ana de Austria, madre de su Majestad, de reconocida seriedad y por aquel entonces Reina Regente del país, bailó desnuda ante sus cortesanos embriagada tras degustar uno de sus guisos, su archiconocido “Douliois du cognac trufeé aux fines herbes”. Este bulo, que culinariamente no resultaba de ningún modo halagador -conllevaba que el maestro restaurador se había pasado añadiéndole al guiso licor-, constituía un capítulo tan caballeresco en su extenso currículum que le agradaba sobremanera, situando su cucharón de madera a la altura de los mejores floretes de Francia, al menos en la boca de los campesinos franceses.

Circulaba igualmente por las calles de París -y esta sí era una anécdota cierta- que en el otoño de 1660, con su fama todavía sin reconocer, sirvió personalmente al plató del por entonces jovencísimo Luis XIV el menú que, por encargo del superintendente Fouquet, había diseñado para Su Majestad.

Su Majestad...

Su Majestad, en aquel momento más interesado por los pequeños placeres de la vida que por las construcciones megalíticas o las grandes conquistas, quedó tan profundamente prendado de aquel despliegue de sabores y olores -y del porte del gallardo cocinero, según las malas lenguas- que, prescindiendo de cualquier protocolo, invitó a Vatel a tomar el té en la antesala de su Cámara para, según palabras del propio rey, felicitarle y conversar sobre su talento como chef”.

Este rumor, que irritaba sobremanera a Colbert, ministro y válido del Rey (no en vano dictó en su día orden de detener y azotar a quién así difamase al monarca) fue tan sólo el primero de la larga serie de historias que corrieron de boca en boca por la disoluta Francia del siglo XVII, y que tal vez algún día la Historia y las crónicas -como esta que ahora escribo- logren aclarar.”

(De Crónicas de Francia: de Richelieu a Versalles, de H. du Saint-Remy.

Págs. 237-238. Bibl. histórica de Francia)