El otro Pilar
Si somos honestos, nadie negará que unas fiestas patronales (las de cualquier lugar) son un verdadero dolor de muelas para cualquier ciudadano que aprecie en lo que vale la tranquilidad de una agradable y anodina capital de provincia, de esas en las que el concepto de saturación es apenas un leve remedo del de las grandes urbes, colapsadas para siempre en una eterna espiral de obras y atascos.
Indiscutiblemente, la sabiduría ilumina a todos aquellos que deciden pasar estas fechas dedicadas a la Reina de la Hispanidad -especialmente El Puente- en lugares remotos, alejados metódicamente de cachirulos, polainas, blusones de peñista, heraldos y cualquier otra manifestación relacionada con esta incongruente mezcla de exaltación mariana y carnaval. Caminar por las calles del centro se convierte en un todo vale en el que el resto de la ciudadanía decide cuál va a ser tu destino, atrapado en esa marabunta de ancianos en pie de guerra por una silla frente a las jotas, adolescentes gritones camino de conciertos horteras y papás con sillitas llenas de niños a punto de explotar si alguien no les compra inmediatamente aquel globo de la sirenita.
Sin embargo, y como todo en la vida, el Pilar también tiene su otra cara. La de esos personajes que pasan desapercibidos entre tanto caos, pero que son la verdadera intrahistoria de las fiestas, los que definen la confluencia de todos los caminos en el pequeño eje que conforma el centro de esta ciudad. Chinos incansables de cara triste, llenos de diademas, pins y colgantes luminosos, lanzando al aire una especie de piedra que emite un sonido infernal; argentinos de piel curtida, maquillándose para pasar el resto de la tarde inmóviles sobre una peana. Vendedores ambulantes de todas las nacionalidades. Poetas fracasados vendiendo sus versos en fotocopias. Gitanas con ramos de olivo y un don para el acoso que por unos céntimos te dicen la buenaventura; o hippies de rasta y chancleta lanzando al aire sus malabares, vendiendo manualidades imposibles y haciendo trenzas en cabezas de niñas pizpiretas que sonríen. Postales cotidianas anónimas que suelen esconder, siempre en función de la imaginación y de las ganas de divagar de quien las mira, las mejores historias (reales o figuradas, qué importa) del Pilar, esas que tienen por costumbre no aparecer en las portadas.
Pensar en todos ellos me ha hecho recordar a alguien. Hace de esto ya algunos años, cuando mi decisiva labor dentro de este complejo entramado festivo era la de distribuir a diario novecientas sillas delante de un escenario en la Plaza del Pilar, para volverlas a apilar tres horas más tarde. Cada día, a eso de las tres, -hora a la que comenzábamos nuestra faena, dos horas antes del comienzo del alarde baturro- llegaba siempre hasta la plaza una señora mayor, pequeña y arrugada, para la que poníamos la primera silla, y con la que conversábamos un poco mientras poníamos las restantes sillas a su alrededor. Era una mujer discreta, muy educada, que hablaba con apenas un hilo de voz casi tan lleno de surcos como la piel de su cara. Nos hablaba de sus achaques, sus visitas al médico; de su hija, que vivía fuera, o de cómo había visto las actuaciones del día anterior. Nunca supe en realidad cómo se llamaba; sí recuerdo que nos decía que venía en autobús desde el barrio Jesús. Hiciera el día que hiciera, ella estaba allí con esas dos horas de margen, pertrechada con su bolsa de Galerías para la cabeza por si salía el día de lluvia.
Así fue durante al menos tres o cuatro años. En alguna ocasión llegamos incluso a defender -tímidamente- su silla, viendo que llegaba con algo de retraso. Nunca se me llegó a ocurrir que pudiera llegar el día en el que no viniera. Cierto es que cada vez se le veía más mayor, con más dificultad para andar y peor vista, pero uno, por suerte o desgracia, no piensa demasiado a menudo en este tipo de cosas mientras se pelea abnegadamente con los familiares de las rondallas.
Sin embargo, llegó un año y no vino. No niego que tardé algunos días en reparar en ello. Su ausencia fue una sencilla y demoledora metáfora del paso del tiempo y la muerte; sin dramatismos innecesarios, con la naturalidad de lo razonable. Un simple y efectivo cambio de personaje en el guión coral de las fiestas, con una fluidez que para sí querrían el teatro, el cine o la literatura.
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taim gous bai -