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El fuacalo lector

Cartera

Cartera

Un billete de cincuenta euros. Algo de calderilla. La foto de una chica, de unos veintitantos, ni muy fea ni muy guapa. La camiseta roja y de generoso escote. Teñida, probablemente. Y con cara de cansancio.

Un ticket de supermercado, de una compra con demasiada cerveza para tan poco hidrato de carbono. Cinco o seis billetes viejos de autobús, con las esquinas desgastadas, algunos de ellos ya ilegibles; otro de tren, para el día siguiente. La servilleta de un bar de carretera. Un preservativo. Un papel de liar inservible. En otro apartado la foto de una mujer mayor, sonriente y ufana, con un niño en brazos. Varios recortes de periódico, algunos rodeados con rotulador rojo, otros no: clasificados, sección de empleo.

La tarjeta de identificación de una penitenciaria. Una nota arrugada, con letra temblorosa y mala caligrafía, que decía “Asunción Galindo, abogada. Llamar lunes 24”.

 
Reconstruyó en su mente el personaje, y pensó que tal vez habría sido interesante conocerlo. O mejor, haberle podido observar, a través de un agujero.

 

 

Dejó de pensar en todo esto al tiempo que se incorporaba. Se guardó los cincuenta euros en el bolsillo y siguió caminando, en busca de un buzón en el que abandonar aquella cartera.

De vuelta

De vuelta

Trabajo. Estrés. Falta de tiempo, falta de ideas.

Después, las vacaciones. París y Ámsterdam. Distancia, descanso, equilibrio. En el epílogo, como un chasquido, un nudo en la boca del estómago.

En cualquier caso, una ausencia de casi dos meses. Y poco que decir ante eso; de nada sirve farfullar otra disculpa.

Como mucho, que hemos vuelto -otra vez-. Que pretendemos regresar para quedarnos. De nuevo con propósito de enmienda, pese a que a estas alturas nos quede ya poca palabra. (Lo cierto es que La Carrera del Siglo empieza a parecer el Guadiana. Empieza a darme vergüenza)

 

 

Gracias por la comprensión. Bienvenidos, de nuevo.

Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (II)

Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (II)

Metió primera mientras colocaba en la guantera el cartel de Fuera de Servicio. Para evitar malentendidos, apagó como de costumbre la luz interior del autobús y estiró su espalda cada día más maltrecha contra el asiento, buscando un crujido relajante que no llegó a sonar.

A lo largo del paseo pudo contemplar, hasta en cuatro ocasiones, cómo las caras expectantes y las bocas abiertas que se repetían en cada marquesina se convertían a su paso en gestos de irritación, abatimiento o resignación según el caso. Probó a girar su cuello hacia los lados, sintiendo como en él se acumulaban las ocho horas de volante y atención a una clientela poco dada a la transigencia, pero tampoco le funcionó. Así que recontó por tercera vez los cambios, y aprovechó un semáforo en rojo para recuperar la moneda de diez céntimos que en el segundo recuento se le había caído bajo el acelerador

Observó con una mezcla de cansancio y tristeza cómo le adelantaba a unos setenta por hora un Orión chapuceramente tuneado, con cuatro chicos moviendo sus cabezas como becerros a ritmo de reggaetón. Recogiendo del salpicadero su cartera y sus llaves vio la hora: otra vez quince minutos de exceso de jornada laboral. Pensó en el trayecto que le quedaba hasta cocheras, y sin demasiada fe se puso en manos de la Virgen, esperando no encontrarse con el tradicional atasco en dirección al polígono.

De camino saludó tibiamente a un compañero que avanzaba en sentido contrario. Se dio cuenta de que apenas se conocían, y concluyó que en realidad ni tan siquiera le caía bien. Arrugado en el fondo de su funda de gafas, encontró un boleto de la primitiva; decidió que comprobarlo sería lo primero que haría al llegar a casa, y deseó fervientemente que estuviera premiado.

Se desabrochó los tres primeros botones de la camisa, buscando en vano un pellizco de felicidad. Llegando a Miguel Servet, un muchacho de unos catorce años le hizo señas para que lo cogiera. A través del cristal le indicó con gesto de disculpa que no, señalando el cartel y las luces apagadas. Al alejarse pudo ver por el retrovisor como el chico lanzaba una patada al aire, mientras apuntaba al cielo con el dedo anular de su mano derecha. Respiró hondo y siguió su camino, intentando imaginarse bajo una relajante ducha de agua templada y echando cuentas desesperadas para saber cuántas semanas de trabajo le quedaban hasta sus vacaciones.

La dureza de las olas

La dureza de las olas

Resistió los embates del mar como buenamente pudo durante varias horas. Observó con preocupación como el viento del Este había traído consigo un denso techo de nubes negras, que apenas dejaban vislumbrar ya algún ínfimo rayo de sol. No acababa de entender cómo había llegado a distanciarse tanto de la orilla; ni cómo el tiempo, que durante toda la mañana había sido benévolo, podía haber cambiado tanto. Pensó que tal vez se habría quedado dormido, mientras se aferraba con fuerza a ambos lados de la barcaza, tratando de mantener un equilibrio que a cada minuto se hacía más y más precario.

 

A su alrededor no atisbó ni un solo barco hacia el que dirigirse. Lo encontró lógico, viendo lo temerario de hacerse a la mar con ese horizonte. La orilla parecía también una referencia utópica, rendido ante lo invencible de aquella resaca monumental que le arrastraba sin remedio. Sin saber porqué, las primeras gotas de lluvia que salpicaron su cara le trajeron a la memoria la historia de aquel viejo corajudo de Hemingway: lejos de reconfortarle, le pareció un pensamiento cínico y absurdo. Ni tan siquiera le había gustado el libro. Miró una vez más a su alrededor esforzándose por encontrar alguna solución en un golpe de audacia, pero sus medios eran tan escasos que no tardó en darse por vencido.

La desesperación, la sed y aquel devenir espasmódico del agua le hicieron pensar en la salinidad del mar, el movimiento perpetuo y lo inexorable de las cosas. Dudó de si podría haber tiburones o algún otro tipo de depredadores en aquella zona, y no supo decidir si el que los hubiera sería para él peor o mejor noticia. Finalmente, cansado y abatido, se resignó a su suerte y dejó que aquel patín naranja y blanco volcara, a merced de la zozobra de las olas, mientras en el horizonte Cambrils se quedaba cada vez un poco más lejos.

Gaudeamus igitur (hipérbole, ma non troppo)

Gaudeamus igitur (hipérbole, ma non troppo)

No me da ruvor ir bestida así, al menos el coyar que nos ponen a los de mi carrera es rojo. Peor abría sido ser de medicina, ay que ber lo mal que sienta ese amarillo.

Oy me acían la foto para la orla; sólo me quedan dos asignaturas para terminar. Mi madre dice que seré una gran avogada o jueza; que en cualquier bufete se me rifarán, y más con lo mona que soy. Yo, que soy una mujer de oy, ya le digo a mi madre que la imajen no importa, que lo importante es lo que aya aquí dentro, en mi cavezita. Y yo tengo las cosas muy claras, que para algo tengo estudios y me estoy sacando la carrera con muy vuenas notas.

Tal vez me dedique a algo relacionado con lo social; porque a mí los povres me dan en general mucha pena, bueno, salvo esos que se ponen pesados cuando vas por la caye y te piden que les des algo todo el rato sin parar, porque son un agovio y eso es una injerencia en mis derechos de ciudadana. La otra cosa que me a gustado mucho de la carrera es el Derecho Penal, yo sería una magnífica jueza de lo penal, y me encargaría de que todo el mundo reciviera su merecido teniendo en cuenta eso sí los atenuantes y las esimentes. A mí me gusta mucho como lo ace Garzón, aunque Marlaska es vastante más atractivo.

Tanvién me e planteado la posivilidad de hacer carrera política, porque yo tengo mis inquietudes, y ay cosas en las leyes que no acavan de conbencerme. Por ejemplo eso de que se castigue tan poco a los que matan. Que yo no soy conserbadora, pero a los etarras ya se les irían las ganas de atentar si ubiera la pena de muerte. Aunque tampoco sé que por qué partido me presentaría; a mí me gustan el PP y la Chunta, y no estoy segura de si savría por cual decidirme.

 

Vueno, y ya bale de escribir por oy, que he quedado con Ana y Sole que nos bamos de compras; espero que con la manifestación esa de los de la Opel que más les baldría trabajar y dejarse de tonterías no ayan cortado el tráfico y podamos llegar con el coche hasta Zara, que son revajas.

 

(Historia basada en hechos reales. Hipérbole, ma non troppo)

Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (I)

Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (I)

Evaristo Solanas cogió su solicitud en el mostrador de información, y se dirigió al pasillo que la señorita de la entrada le había indicado.

 

Harto de dar vueltas, había aparcado el coche en doble fila; por eso ver toda aquella fila interminable que se dirigía hacia su ventanilla le hizo sospechar que tarde o temprano algún amable agente municipal le dejaría un recado en el limpiaparabrisas. Aún así respiró hondo, y resignado comenzó a rellenar una por una todas las casillas de su impreso, apoyado a duras penas sobre el portafolios en el que llevaba toda la documentación adjunta requerida.

 

Durante los cuarenta y siete minutos que siguieron, pudo comprobar como  hasta en cinco ocasiones otros sujetos que habían guardado pacientemente esa misma fila la abandonaban a buen ritmo en dirección a otra fila diferente, considerablemente enojados y maldiciendo, según el caso, contra la administración, el excelentísimo señor alcalde o el funcionario implicado. Pensó que tal vez él también podría haberse equivocado y en el considerable contratiempo que eso le supondría, pero tras un breve vistazo a la docena de personas que ahora aguardaban con la mirada perdida detrás de él, decidió quedarse allí y confiar en la suerte.

 

Cuando llegó su turno, ordenó cuidadosamente sus papeles golpeándolos sobre el mostrador para encuadrarlos, los cazó con un clip y se los entregó al funcionario. Le pareció que aquel era un señor con la cabeza excesivamente pequeña, y que le escudriñaba por encima de las gafas con cierto aire de superioridad y enfado; eso le resultó gracioso. El funcionario se lamió excesivamente el pulgar, y con administrativa parsimonia fue pasando uno a uno los documentos, mientras emitía sonidos indescifrables con la garganta. Finalmente musitó para sí algo parecido a un “está todo”, y devolvió a Evaristo la última copia, debidamente sellada.

  
Satisfecho por haber dado a la primera con la ventanilla correcta, Evaristo emprendió camino de vuelta hacia el coche, donde efectivamente le esperaba un acuse de recibo rosa.

Un año corriendo

Un año corriendo

Hace hoy exactamente 365 días, publicaba mi primer post en la Carrera del Siglo.


Por aquello de hacer algo de balance, y a modo de curiosidad, haremos un alto en la cuneta para decir que en este tiempo se han dado una vuelta por esta Carrera unos 5.000 visitantes (haciendo una media entre los diferentes contadores, que no acaban de ponerse de acuerdo); que el 75% de esas visitas fueron desde España, pero que hubo, por poner algunos ejemplos, un iraní, un chino y dos coreanos despistados -parece un chiste- que en algún momento se perdieron por aquí; o que, omitiendo los yu.es.ei, que cunden mucho, las visitas internacionales fueron principalmente desde países hispanoparlantes, excepción hecha de un inexplicable reducto de taiwaneses que, tipo aldea gala en mitad de Asia, vinieron a verme hasta en 72 ocasiones y a buen seguro en ninguna entendieron nada. (En cuanto a las búsquedas -qué cruz, dios mío-, nos limitaremos a recordar aquel post titulado “Crisis de identidad”, y correremos un estúpido velo).

Diremos también que hubo visitas entrañables, de esas que te recuerdan que el mundo no es tan grande, como las recibidas desde un pueblecito cercano a Chicago llamado Rockford; algo de polémica, sobre todo con un lector anónimo ya desaparecido que se hacía llamar Reno; o feedbacks amables, como el mantenido con esa delicia de blog que mima casi a diario jcuartero. Que hubo muchas verdades, aunque probablemente no tantas como mentiras; personas y personajes, guiños, ironía, silencios y largas ausencias; pero, por encima de todo, que ha habido placer, complicidad y evasión a partes iguales a través de lo escrito, y una sorprendente sensación de deuda y compromiso para con ese alguien impreciso que se esconde detrás de cada entrada, gracias a la cual he vencido algunas de mis grandes dudas, recelos y miedos, que siempre se hacen más fuertes delante de un papel en blanco.

 

 

 

 

Gracias a todos los que habéis pasado alguna vez por aquí. En realidad, éste cumpleaños es vuestro.

Va a ser la fiesta de mi vida

Va a ser la fiesta de mi vida

 

Amanezco tumbado en un parterre del Paseo Independencia. No sé, pero se diría que la noche ha sido larga. Un breve repaso por los bolsillos empieza a denotar las primeras carencias: me falta el móvil y la cartera. En su lugar, hecha un gurruño, me aparece la tarjeta de una whiskería de la carretera de Logroño.

Estoy pegado contra una estatua de mármol semidesnuda. Con dificultad me giro hacia el otro lado, y un tubo medio lleno que se apoyaba contra mi pecho y en el que no había reparado, se derrama sobre mi camisa. Al tratar de levantarme, siento como un chicle se ha adherido con fuerza a mi pelo. Sin duda, hoy va a ser un gran día.

 

Escucho una voz: “eh, tú, chico, ¿me escuchas?”. Veo unos zapatos de gala y un pantalón azul oscuro. Mal asunto.

 

Me incorporo con tan poca dignidad que juraría que hasta la estatua se ríe. El estómago me arde y la cabeza me va a explotar. Me sacudo un poco la ropa, trato de estirarme. Creo que recuerdo mi nombre, pero no mis apellidos. Sé que no estoy del todo cómodo: también me falta un zapato. Podría vomitar en ese mismo momento, pero la presencia de la autoridad me disuade de hacerlo.

 

Alguien debería decirle al ciego de los cupones que por caridad dejara de gritar que lleva el gordo para hoy.

 

Así a simple vista juraría que el monumento a la Constitución no tenía tanto movimiento. Uno de los policías de la local, el joven con cara de asco y gafas de sol, me sujeta para que no me caiga mientras el otro, con bigote y más mayor, avisa con voz de guasa a la centralita para que no envíen la ambulancia, que el sujeto del parterre simplemente lleva un pedal descomunal. Una señora que pasa por cerca farfulla indignada algo parecido a “menudo cerdo”. Veo a duras penas que me cuelgan del cuello varios collares hawaianos y una trompeta. Noto además que una gomita me baja desde las orejas hasta el cuello: dios santo, que imagen estoy dando.

 

El agente cincuentón del bigote me sonríe con cara de picardía. “Vaya despedida, ¿eh? ”...

 

Recobro la lucidez en una décima de segundo. El nudo inmenso que me sube del estómago a la garganta me corta de súbito las nauseas. En un barrido confuso alcanzo a ver el reloj de la plaza, que durante tres segundos eternos se empeña en marcar 18º C.

 

 

Las catorce treinta y cinco.

 

 

Me casaba hace tres horas.

 

El poli joven me suelta, viendo que de pronto milagrosamente mantengo por mí mismo el equilibrio. Recuerdo a mi novia. Recuerdo a mi madre. Veo pasar el 30, lleno hasta la bandera. Recuerdo a mi suegro, y la escopeta de caza que guarda en el garaje. Oigo al ciego comentando la jugada; no debe de ser tan ciego como parecía. Mi vida completa pasa por delante de mis ojos a ritmo vertiginoso mientras pienso en si el Justicia me está tendiendo la mano o me señala, para que todo el mundo sepa la clase de persona que soy. Pido disculpas a los agentes y desaparezco por el Paseo de la Constitución, pensando en que no habrá lugar en el mundo suficientemente remoto como para ocultarme.

El otro Pilar

El otro Pilar

Si somos honestos, nadie negará que unas fiestas patronales (las de cualquier lugar) son un verdadero dolor de muelas para cualquier ciudadano que aprecie en lo que vale la tranquilidad de una agradable y anodina capital de provincia, de esas en las que el concepto de saturación es apenas un leve remedo del de las grandes urbes, colapsadas para siempre en una eterna espiral de obras y atascos.

Indiscutiblemente, la sabiduría ilumina a todos aquellos que deciden pasar estas fechas dedicadas a la Reina de la Hispanidad -especialmente El Puente- en lugares remotos, alejados metódicamente de cachirulos, polainas, blusones de peñista, heraldos y cualquier otra manifestación relacionada con esta incongruente mezcla de exaltación mariana y carnaval. Caminar por las calles del centro se convierte en un todo vale en el que el resto de la ciudadanía decide cuál va a ser tu destino, atrapado en esa marabunta de ancianos en pie de guerra por una silla frente a las jotas, adolescentes gritones camino de conciertos horteras y papás con sillitas llenas de niños a punto de explotar si alguien no les compra inmediatamente aquel globo de la sirenita.

Sin embargo, y como todo en la vida, el Pilar también tiene su otra cara. La de esos personajes que pasan desapercibidos entre tanto caos, pero que son la verdadera intrahistoria de las fiestas, los que definen la confluencia de todos los caminos en el pequeño eje que conforma el centro de esta ciudad. Chinos incansables de cara triste, llenos de diademas, pins y colgantes luminosos, lanzando al aire una especie de piedra que emite un sonido infernal; argentinos de piel curtida, maquillándose para pasar el resto de la tarde inmóviles sobre una peana. Vendedores ambulantes de todas las nacionalidades. Poetas fracasados vendiendo sus versos en fotocopias. Gitanas con ramos de olivo y un don para el acoso que por unos céntimos te dicen la buenaventura; o hippies de rasta y chancleta lanzando al aire sus malabares, vendiendo manualidades imposibles y haciendo trenzas en cabezas de niñas pizpiretas que sonríen. Postales cotidianas anónimas que suelen esconder, siempre en función de la imaginación y de las ganas de divagar de quien las mira, las mejores historias (reales o figuradas, qué importa) del Pilar, esas que tienen por costumbre no aparecer en las portadas.

Pensar en todos ellos me ha hecho recordar a alguien. Hace de esto ya algunos años, cuando mi decisiva labor dentro de este complejo entramado festivo era la de distribuir a diario novecientas sillas delante de un escenario en la Plaza del Pilar, para volverlas a apilar tres horas más tarde. Cada día, a eso de las tres, -hora a la que comenzábamos nuestra faena, dos horas antes del comienzo del alarde baturro- llegaba siempre hasta la plaza una señora mayor, pequeña y arrugada, para la que poníamos la primera silla, y con la que conversábamos un poco mientras poníamos las restantes sillas a su alrededor. Era una mujer discreta, muy educada, que hablaba con apenas un hilo de voz casi tan lleno de surcos como la piel de su cara. Nos hablaba de sus achaques, sus visitas al médico; de su hija, que vivía fuera, o de cómo había visto las actuaciones del día anterior. Nunca supe en realidad cómo se llamaba; sí recuerdo que nos decía que venía en autobús desde el barrio Jesús. Hiciera el día que hiciera, ella estaba allí con esas dos horas de margen, pertrechada con su bolsa de Galerías para la cabeza por si salía el día de lluvia.

Así fue durante al menos tres o cuatro años. En alguna ocasión llegamos incluso a defender -tímidamente- su silla, viendo que llegaba con algo de retraso. Nunca se me llegó a ocurrir que pudiera llegar el día en el que no viniera. Cierto es que cada vez se le veía más mayor, con más dificultad para andar y peor vista, pero uno, por suerte o desgracia, no piensa demasiado a menudo en este tipo de cosas mientras se pelea abnegadamente con los familiares de las rondallas.

Sin embargo, llegó un año y no vino. No niego que tardé algunos días en reparar en ello. Su ausencia fue una sencilla y demoledora metáfora del paso del tiempo y la muerte; sin dramatismos innecesarios, con la naturalidad de lo razonable. Un simple y efectivo cambio de personaje en el guión coral de las fiestas, con una fluidez que para sí querrían el teatro, el cine o la literatura.

 
Es el otro Pilar. Supongo que son todas estas pequeñas batallas, banalidades y encuentros las que impiden que, año tras año, me tire al pozo de San Lázaro en lugar de ver, apacible y reconfortado, los fuegos desde los Panetes.

Volver a empezar

Volver a empezar

De nuevo tras una larga pausa, esta vez achacable a las Fiestas en Honor de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, -momento inenarrable de fusión total entre el folclor más cansino, la devoción más recalcitrante y el calimocho (y que en lo que a esta redacción respecta no se traduce en otra cosa que no sea cantidades ingentes de faena, horas sin talento en la calle y quebraderos de cabeza)-, volvemos a publicar, con la esperanza puesta en que nuestros lectores no hayan abandonado definitivamente el barco.

Afortunadamente, este Pilar‘06 al margen de quitarnos horas de sueño nos ha provisto de jugoso material de actualidad, principalmente de carácter gráfico (magnífica sobre todo la nueva e inesperada incorporación a la serie “Nuestros mitos”), que sin lugar a dudas agradará y resultará del interés de nuestra distinguida audiencia, y que en breve encontrarán a su entera disposición en los próximos artículos.
Señoras y señores, niños y niñas, seypos todos, apuren sus bebidas y tomen asiento; la Carrera del Siglo comienza de nuevo. Transpaleta, rampa, lay-her, y el despacho del coronel están preparados: sólo nos queda empezar a bajar.

Nuka

Nuka

Esta preciosidad es el pequeño vendaval de poco más de dos meses de vida que acaba de incorporarse al staff de "La Carrera...", y que a partir de ahora se encarga de llenar nuestra casa de pelotitas de papel de plata y de devorar el tapiz del sofá sobre el que descansa en la foto. Se llama Nuka, nombre tomado de la osita hermana de Jackie en "El bosque de Tallac", aquella serie de dibujos animados japonesa extremadamente lacrimógena (inenarrable tragedia la muerte de la madre de los ositos, qué treintañero no le guarda todavía rencor al cazador ese).

Sin embargo, nuestra Nuka, lejos de aquellos estreses y dramas de infancia, es un ser adorable y tremendamente feliz que, con muy buen criterio -cuánto nos queda por aprender de los gatos-, divide su tiempo entre enredar, ronronear, comer y dormir. Ya ha encontrado sus rincones preferidos de su nuevo hogar: el teclado del ordenador, el futón, el armario de los productos de limpieza; obviamente, nuestra cama; y, sobre todo, los bajos del sofá, que permiten correr boca abajo frotando el lomo contra el suelo -juego fascinante donde los haya-. Le intrigan particularmente los asuntos que suben y bajan, y por ahora su gran hobby es mordisquear los cordones y dobladillos de cualquier prenda que se mueva. Mención aparte merece el cable de los auriculares de mi discman, que dudo que sobreviva mucho tiempo ante tanto ímpetu felino.

Quizá todavía le falte dominar algunas referencias espaciales de la casa (las mayores dificultades surgen con las patas de sillas y mesas, ese vasto laberinto), pero se diría que su adaptación a nosotros ha sido vertiginosamente dulce: basta con ver el entrañable deleite con el que se viene a dormir sobre nuestro regazo, mientras le rascamos la barriga.

Crisis de identidad

Crisis de identidad

Al principio, poner un contador en el blog es algo francamente entretenido. Ves cuánta gente te visita, de qué país son, contemplas con alegría y sorpresa como alguien de Taiwán ha ido a parar -por error, si no no se entiende- a tu blog, e incluso curioseas acerca de tonterías tales como si emplean Mozilla o Explorer o que el mayor índice de visitas es el de los martes, en horario de oficina.

Sin embargo, y ahora por fin lo he sabido, lo que uno no intuye en ese feliz comienzo es que tu contador puede convertirse, con el tiempo, en tu propio drama.


Y es que me resulta preocupante comprobar como, visitando las páginas de estadísticas de algunos blogs amigos, las búsquedas de google que terminan en este mi blog -que yo hasta el momento definiría de un tono amable y discreto, en su conjunto- son incuestionablemente mucho más subidas de tono que las de cualquier otro. Así, compruebo no sin cierta envidia como esas búsquedas dirigidas a esos blogs parten de referencias tan elegantes como “trajes regionales de las islas cook”, “Athletic trujillo santa maría la mayor”, “guerra civil Zaragoza”, “replica Silla Wassily en venta”, “curia de Pompeyo” o “hui feng Madrid”, que dignifican enormemente la labor de los autores de los mismos.

Yo, en cambio, si bien podría presumir de algunas entradas de cierta alcurnia (“François Vatel Francia crema chantilly”, “he nacido una noche de verano Aleixandre”, “Calendario cosmopolitan mayo”, “Borja Thyssen” o “web tony genil”), encuentro alarmantes búsquedas que me llevan a preguntarme si realmente La Carrera del Siglo es una bitácora relajada o estoy creando un monstruo, a mitad de camino entre lo gore y lo freaky: “playa preadolescentes”, “anchoas satánicas”, “el olor de mi concha”, “Miriam Díaz Aroca fumando”, el pavoroso “fajas para mujeres guarras” o el durísimo e inclasificable “ancianas ***** (palabra irreproducible) mayores de 80 años”.

Es inevitable que algo así no te genere una relativa crisis de identidad bloguera. Recorres tus viejos posts, preguntándote hasta qué punto será verdad todo eso. Te asustas al recordar que una vez pusiste guarra; te tranquilizas al saber que por concha te referías a la costa guipuzcoana. Vas y vienes, miras, rebuscas; y al final deduces que, como dice Jesús Bonilla en Los Serrano, tienes la mirada sucia, y eres incapaz ya de distinguir el pecado allí donde está patente.


Así que tendré que buscar de nuevo mi camino, alejado de este tono descarriado y evidentemente mezquino, borrando de mi léxico cualquier palabra que pudiera llevarme de regreso por la mala senda. A partir de ahora, que nadie espere otra cosa que tartesos, sinécdoques, dodecafonismo serial, Copenhague, y, como mucho, Marlene Dietrich, si es que algún día me da por hacer un exceso.

Breve relato que bien sucede aquí o allá (según se lea)

Breve relato que bien sucede aquí o allá (según se lea)

En función de los gustos del lector, aquí dejamos esta pequeña historieta, que lo mismo podría suceder en Manhattan que en el Actur. Para una correcta lectura, óptese al leer entre las partes rojas y azules del relato (azules cosmopolitismo, rojas cachirulez). Obsérvese que, optando por las rojas, la historia se vuelve inevitablemente mucho más sórdida. Evítese, a toda costa, leerlas entremezcladas: no hay quien entienda nada.

 

 

Me recogen en Echegaray y Caballero/ la Sexta Avenida. El conductor es un tipo amable de Juslibol/ New Jersey que me invita a un cigarrillo. Conversamos por el camino sobre las espantadas de Bunbury/ béisbol, lo del campo de golf en mitad de la Expo/ nuevo proyecto para el World Trade Center y la imposibilidad de que el CAI ascienda a primera/ el despropósito de los Knicks fichando a Francis. Sólo en esto último encontramos algún punto de acuerdo.

Pese a todo, nos caemos bien. Se despide de mí con un apretón de manos que me deja desconcertado. Bajo del coche, y camino hacia el edificio enredando con el vaho que sale por mi boca.

A la conferencia asiste un público de lo más variopinto. Como no podía ser de otra manera, una Virgen del Pilar/ gran bandera americana preside la sala. El hecho de que la charla sea gratuita aumenta el aforo; muchos más ancianos que de costumbre. En un momento dado, pierdo el hilo de mi argumentación al distraerme con el escote de una joven que me escucha con demasiada atención desde segunda fila. Repaso mis papeles, consigo retomar y aprovecho la pérdida de sorpresa inicial para mirarla abiertamente, sin otra intención que la de seducirla desde mi tribuna.

Ella me mira constantemente, yo diría que embelesada, aunque esto pudiera ser una presunción. Me agrada el hecho de que no baje la mirada: sólo lo hace ocasionalmente, para tomar algún apunte; el resto del tiempo me mira a los ojos sin ningún rubor. Mientras recito un párrafo de mi disertación de memoria, no puedo evitar pensar en ella desnuda, en el baño, esperándome, con esa misma cara de avidez que pone ahora.

Termino la conferencia con gran éxito. Mientras me aplauden, se levantan hacía mí con precipitación algunos de los ancianos que ocupaban la primera fila. Me dan la mano, me felicitan con entusiasmo. Uno de ellos resulta ser el presidente de la Asociación Médica Católica Aragonesa/ Americana.

Me levanto, recojo mis papeles cuidadosamente. Cuando levanto la mirada, veo a la joven apoyada e el dintel de la puerta, sonriéndome. Mira hacia los lados con fingida cara de pudor, asegurándose de que no hay nadie. Finalmente, me enseña un seno.

Intentando mantener el tipo, me froto los ojos. No doy crédito a lo que veo. Mi primer pensamiento es que debo de ser demasiado previsible. Cierro mi maletín y me dirijo hacia ella, creyendo que tal vez hoy sea mi día de suerte.

Manual del buen funcionario (o De cómo promocionar con el mínimo esfuerzo)

Manual del buen funcionario (o De cómo promocionar con el mínimo esfuerzo)

Ya estamos de vuelta -aunque por poco tiempo, ¿recuerdan?-. Y como no, La Carrera del Siglo quiere ser también mecanismo de ayuda para aquellos que lo necesiten. Así que desde aquí nos hacemos eco de este texto hallado en Internet (¡qué filón!) que podría encaminar los pasos de personas que todavía no han encontrado su vocación de futuro.

 

Esperamos que os sea de ayuda:

“Estas son algunas de las cualidades y actitudes que, dado el caso, les podrían resultar de ayuda a la hora de conseguir prosperar si decidieran emprender carrera dentro de la Administración Pública, algo que, como seguramente ya intuyen, no tiene nada que ver con el sector privado. Existen otros caminos relacionados con el trabajo, la seriedad, la responsabilidad y el esfuerzo; pero son sin duda mucho menos efectivos y tediosos.

Aquí les ofrecemos el método más ágil y eficiente, algo así como un Consiga dinero de manera fácil desde su casa:

 

  1. Llévelo en la sangre. Nazca, en la medida de lo posible, en una familia de tradición funcionarial: procure que alguno de sus progenitores, además de ser un funcionario bien posicionado, sea figura referencial dentro de algún partido mayoritario (es indiferente si de derechas o izquierdas; lo decisivo es que sea mayoritario). Si por lo que fuera no consigue cumplir esta premisa, al menos crezca con mentalidad inequívoca: yo, de mayor, voy a ser funcionario/a.
  2. Seduzca a un alto cargo -o a varios- del partido gobernante. Preferiblemente casados; de no ser así se verá abocado/a a sostener una de esas relaciones de larga duración que no conducen a ninguna parte. En el caso de los que han pasado por la vicaría, bastará con unos cuantos encuentros ocasionales para intercambiar un discreto silencio por un salario de por vida.
  3. Carezca de méritos. Que nadie pueda recelar de Vd.: no es su voluntad promocionar pisando a otros; lo único que pretende es ganar un pastizal sin pegar un palo al agua. La gente con amplia formación o que ha demostrado profesionalidad en algún momento crea muchas dudas a la hora de dónde colocarlos; sea tan anodino como pueda.
  4. Sea mafioso. Procure tener contactos en altas esferas; resulta de especial interés conocer y cenar con frecuencia con gente que corte el bacalao. No pierda ocasión para dejarse ver en compañía de ellos, y a través de los mismos ampliar el círculo lo más posible.
  5. No se haga notar en el trabajo. De hecho, lo mejor que puede hacer es no trabajar: si trabaja podría cometer errores, y eso debilita notablemente su figura entre sus contactos. Recurra a sus inferiores; ellos sabrán qué hacer. Ahora bien, en situaciones exitosas, procure evidenciar que única y exclusivamente su notable gestión ha permitido tales éxitos; y los pequeños fiascos, acháquelos a la inexperiencia de los que le rodean.
  6. Intimide. Que todos intuyan que podría llevarse por delante a quién haga falta. Dentro y fuera de su lugar de trabajo, debe quedar claro que Vd. es lo más cercano a una escopeta cargada (aunque sea de ferias).

Ahora bien, también deberá cumplir cuidadosamente una serie de premisas que, de no llevarlas a rajatabla, podrían suponer un duro handicap en su meteórica progresión hacia las más altas cimas. Tome buena nota; cumplidos los pasos anteriores, aquí vienen las verdaderas claves para llegar, y, sobre todo, perdurar:

  1. No se dé a entender.
  2. No la cague.
  3. Sepa distinguir entre aliados y lastre.
  4. No subestime a nadie. Aquí hasta el más tonto sabe latín.
  5. En caso de jaleo, tápese.
  6. Acepte las derrotas. Esta es una carrera de fondo; se pierden y ganan batallas, pero la guerra persiste.

¿Han entendido todo? Si es así, ya saben; pónganse manos a la obra, ánimo y a por ello. Tienen un gran futuro por delante. Difícilmente nadie podrá pararles.”

Enricco Perezza

“Senza escrupuli”, pags. 122-123

Ed. Piccolo Bambino

Transmisión interrumpida. Disculpen las molestias

Transmisión interrumpida. Disculpen las molestias

Como habrán podido ver, y por motivos laborales (la primavera cultural zaragozana está particularmente animada este año, del electro2m6 a Trayectos, pasando por Shakira, Zaragoza Ciudad 5, En la Frontera, Monsters of Rock...) la editorial de La Carrera del Siglo -con una plantilla francamente corta, que podría llegar a calificarse incluso de unipersonal- no está disponiendo en las últimas fechas del tiempo necesario para escribir articulos a la altura de sus distinguidos lectores, y así ir actualizando el blog.

Pero que nadie piense que hemos perdido el brío inicial, o que la desgana nos está pudiendo: en breve estaremos de vuelta, de nuevo al filo de la noticia.

 

(Mientras, no dejen de asistir a todos estos eventos culturales -que para algo los hacemos-)

 

Anuncio importante!

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Del 10 al 24 de julio, La Carrera del Siglo estará cerrada por vacaciones.

 

¡Nos vamos a Cuba, chico!

 

P. D.- Con la ruta por definir -vuelo de ida a Santiago y vuelta desde la Habana es todo lo que queda claro por ahora-, aceptaremos de buen grado cualquier sugerencia o destino que nuestros queridos lectores (que ya de por sí son pocos) que hayan viajado a la isla (no nos consta que los haya) puedan proponernos.

P. D. 2.- No se tomen la molestia de proponer cosas del tipo “fumar un puro”, gritar Viva la Revolusión” o “visitar a Fidel”; todas esas tontadas ya forman parte de nuestra lista de indispensables sin que haga falta que nadie nos lo sugiera. Y por favor obvien el tema del, al parecer, insufrible calor caribeño en julio: uno de los viajeros (evitaremos dar su nombre, es el de abajo a la izquierda en la foto del Comando Canaletas) empieza a resoplar, entre irritable y pesaroso, en cuanto alguien se lo menta.

Lost in la Concha

Lost in la Concha

El primer recuerdo. (Vacaciones de verano)

Mi primer recuerdo de infancia, o al menos el primero que permanece con cierta nitidez en mi mente, tiene lugar en Donosti, y más concretamente en la playa de la Concha, durante unas vacaciones con mis padres, mis tíos y mi prima Nerea, de mi misma edad.

Tendríamos unos tres años. En mi recuerdo, me veo a mi mismo, pequeñajo, flaco (quién lo diría), con un bañador rojo tipo meyba de la época -1980-, manguitos, cubo, rastrillo y pala; y a mi prima, blanquita, con aspecto de pepona, saltando de la mano de su padre la espuma de las olas junto a la orilla con la cara de velocidad de quien afronta un tsunami. La segunda imagen que me viene a la cabeza es un castillo de arena gigante, de esos que se hacen a base de churretones y que acaban pareciendo la Sagrada Familia, a no más de diez metros a la izquierda de nuestras toallas.

El hecho artístico.

A los tres años, un castillo gigante hecho de churretones es -con perdón- la polla; a esas alturas de la vida, a ti te viene justo para conseguir que tu castillo hecho con el pozal se sostenga. Así que, con el debido permiso materno (todavía no teníamos edad para la rebeldía) y de la mano mi prima y yo nos fuimos a admirar aquella obra de ingeniería incomprensible y a conocer más de cerca a esos nuevos Brunelleschis -un señor calvo con su turbopaquet y los que supongo eran sus hijos, dos preadolescentes de incipientes bigotes-. Finalmente, tras varias vueltas alrededor del castillo y sin duda aturullados ante tamaña maravilla, decidimos volver hacia nuestras toallas.

Menores de edad y orientación. Ese difícil drama.

Es ahí donde comienza la tragedia. Las vueltas en torno al castillo nos despistaron, y emprendimos el camino de regreso a las toallas y al abrigo de la protección materna en dirección contraria. No nos costó mucho reparar en que llevábamos caminando más rato del previsto sin llegar a nuestro destino; sobre todo a mi prima, que a los veinte o treinta metros rompió a berrear desconsolada. Yo, en mi condición de primo mayor (veintidós días más que ella, y por tanto lo más adulto que se podía encontrar en semejante dúo), trataba de mantener la calma con estoicos “no llores, que ya los encontraremos” mientras me temblaba como un flan de los pies a la cabeza.

Evidentemente, pronto llamamos la atención -como para no llamarla- de un matrimonio mayor, que ante mis explicaciones, no muy coherentes, decidieron llevarnos al puesto del socorrista para que nos anunciaran por megafonía.

El rescate.

La siguiente imagen, mientras caminamos por el porche de la playa de la mano de aquel socorrista que en mi memoria mide tres metros y mataría de un soplido a Superman (tiene músculos hasta en las cejas), es la de mi madre corriendo por la playa hacia nosotros a lo Allen Johnson, sin ningún rubor, saltando por encima de cabezas, tumbonas y toallas y gritando “¡Diego, Nerea!” dejándose el alma en cada alarido.

Mi prima, a la que el socorrista, no sin esfuerzo, había convencido de que no pasaba nada y que él iba a encontrar a sus papás, decidió recurrir de nuevo a su colección de hipos y berridos, esta vez aderezados con unos chirriantes y entrecortados “¡ti-a, ti-a!” que casi consiguen reanimar a Sabino Arana.

Nos abrazamos a mi madre como si hubiéramos estado en el frente durante toda la guerra mundial. Supongo que el socorrista dio por resuelto el asunto; a mí a partir de ahí la historia se me nubla y desaparece. Con el tiempo supimos que mi padre y mis tíos se habían dividido para buscarnos, mientras mi madre se desojaba haciendo guardia en las toallas.

No sé si realmente es así o es fruto de mi imaginación; pero creo que aún puedo recordar el olor de mi madre al cogerme en brazos.

Hora en ninguna parte

Hora en ninguna parte

Pierdo el tren con la misma facilidad que de costumbre. La chica de la ventanilla de información me sonríe; sabe de sobras que otra vez ha vuelto a sucederme.

Así que compro en el kiosco del andén Expansión, Cosmopolitan, una simpática postal de un culo con ojos y sombrero y un paquete de Trident (de fresa). Sentado en un banco relleno el test de la Cosmopolitan; descubro que los hombres que se sienten atraídos por mí no saben cómo iniciar una conversación conmigo.

Me tomo un cortado en el bar de la estación. Magnífico bar, sin duda: calendario con chica en bikini, camarero con bigote y chaleco, San Pancracio, banquetas de skay y billetes del mundo pegados por la pared de la barra. La tele encendida en silencio y radiolé a todo trapo. Pido también un bocadillo de calamares, para el viaje. Lo envuelvo con las páginas centrales de Expansión: es un diario tremendamente aburrido, pero un excelente papel secante.


Con el camarero comentamos la crisis del Madrid: procuro no posicionarme demasiado, no vaya a ser merengón. Nunca se me ha ocurrido preguntarle su nombre, sin embargo a menudo converso con él y con algún otro parroquiano sobre temas triviales de actualidad. Recorremos materias recurrentes: previsión meteorológica, fórmula uno, obras públicas inconclusas, el tráfico... Obviamos temas del tipo “Aznar”, “ministros sinvergüenzas” o “gobierno y oposición” por petición expresa del camarero, que no quiere tener más líos en la cafetería. Dejo propina y salgo. Le oigo gritar “¡bote!”, y las monedas resonado dentro de una lata.


Vuelvo a la Cosmopolitan. El horóscopo es claro: un nuevo romance florecerá cuando un chico encantador quede prendado de mi espíritu aventurero. Una madre peina a su hijo, le revisa la mochila. En el apeadero de enfrente, una chica con maletín y traje repasa distraída unos apuntes. La estación vuelve a llenarse de gente lentamente: voces y ruido de maletas. Cuando uno ya está en la estación no quedan prisas.

 


Pasa una hora completa. Me subo al siguiente tren. Otra vez toca dar explicaciones en el trabajo; ya inventaremos algo. Miro el andén por la ventanilla, atrapado por un absurdo sentimiento de nostalgia. Mientras me alejo la chica de información y su sonrisa risueña me dicen adiós con la mano.

Así que pasen... quince años

Así que pasen... quince años

El teatro es un acto de fe en el valor de una palabra sensata en un mundo demente”

Víctor Hugo Rascón
Mensaje del Día Mundial del Teatro 2006

El pasado 24 de marzo Ultimo Ensayo, grupo de teatro amateur, celebró su 15º aniversario presentando en el Teatro del Mercado el musical “La Noche de San Juan”, que Dagoll Dagom y Jaume Sisa estrenaran hace ya unos veinticinco años. La función, además de contar con la presencia de Joan Lluís Bozzo, creador del espectáculo y director de Dagoll Dagom, sirvió para reunir -reunirnos- a buena parte de los que en su día fuimos componentes del grupo durante estos quince años.

En ese tiempo, ha habido tiempo para todo: comedias -Esta noche... Moliere! (1992), Tragedia Fantástica de la Gitana Celestina, de Alfonso Sastre (2001), Misterioso Asesinato en Manhattan, de Woody Allen (2004)-, tragedias -Bodas de Sangre, de Federico Gª Lorca (1993), Woyzeck, de Georg Büchner (1995), La Visita de la Vieja Dama, de Friedrich Durrenmatt (1997)-, “teatro furioso” -Nosferatu, de Francisco Nieva (1999)-, musicales -La Noche de San Juan, de Dagoll Dagom (2005)-, creación propia -Sol y Sombra (con la mano baja y el pecho por delante) (2002)-, teatro del absurdo -No Queda Nada Que Contar, sobre textos de Samuel Beckett (1994), Las Sillas, la Lección y el Maestro, de Eugene Ionesco (1996)-...

Supongo que Ultimo Ensayo es uno de esos pequeños milagros cotidianos que a veces suceden. La pervivencia de algo que comenzó como actividad extraescolar y que con el transcurrir de los años se convierte en un grupo de teatro estable, aún a pesar de ese mismo paso de los años, de los cambios en la formación, las dificultades, los cambios de sede, los sinsabores, las penurias económicas, las dudas, las zozobras, las idas y venidas…

Al fin y al cabo, un grupo de teatro no es sino el tiempo de la gente que lo compone. Y Ultimo Ensayo son ya quince años de gente, de esfuerzo por seguir adelante, de consolidar pequeños triunfos colectivos en forma de estreno; unas veces avanzando, otras sabiendo caminar, con cuidado, hacia atrás. Horas de ensayo, preparativos, montajes, sonidos, iluminaciones, vestuarios, escenografías, atrezzos... Aprender a disfrutar del Teatro, a padecerlo, a soñarlo; a amar el Teatro. Saberse necesario sin ser imprescindible y atreverse; ser lo que nunca se ha sido, y saber salir del brete.

En definitiva algo frágil, como pendiente de un hilo, pero inexplicablemente sólido, tal vez sujeto con la fuerza de quienes se aferran a un escenario como el que naufraga se agarra a su madera. Un gesto hermoso, y absurdo, en mitad de la marea.


Brindo por estos quince años, y por los próximos, sean los que sean.


¡Larga vida a Ultimo Ensayo!

Aparcando la excavadora

Aparcando la excavadora

“¡Qué no me entere yo que ese culito pasa hambre!”. Antes de enganchar, camino del bar, voy ensayando por la calle: aunque pongan mala cara, se les hace la pepitilla agua. De desayuno, como cada mañana, un revuelto; la faena es dura y a primera hora, quieras que no, refresca. Cigarrito con los colegas a la puerta del tajo. Y el capataz que si llevábamos idea de trabajar hoy, otra vez tocando los cojones. ¡Dime quién es tu ginecólogo, para chuparle el dedo!” Dios, si es que se visten como putas… El bocata, de anchoas, no hay quien lo pase sin un par de copitas de buen tinto recio y un orujo, que es digestivo. Un chiste de guarras y otro de maricones. Como son estos chavales… ¡Paco, dile al Mohamé y al rumano a ver si bajan un poco el ritmo, que parece que les hayan metido una guindilla por el culo! Ni que fuera suya la empresa, cojones. “¡Guapa! ¡Que meas colonia!” Estoy del chaleco amarillo y del casco hasta los mismísmos, mañana ya veré si me lo pongo. Otro pitillito con los chicos y para afuera, que ya son las doce y media y estamos perdiendo dinero.

En la comida, vino de la casa y carajillo de coñac, que siempre entona y da alegría. Y de postre, un gin tonic, para quitar la sed de las horas de la tarde, que son las peores. “¡Que no tengo pelos en la lengua porque tú no quieres!”

Por la tarde se presenta el arquitecto, de traje y corbata, todos quietos en la mata que al señorito le han entrado dudas. “¡Con ese culo debes cagar croquetas!” Luego que no cunde: si tuviera callos en las manos otro gallo cantaría, como se nota que no has trabajado en tu vida... La virgen, cuanto ingeniero y que poca sangre. “…y va el gallego y le dice…” Las cinco. “¡Te vi a comer to lo negro!” Una cañita y para casa, que hoy estoy cansado, a ver que ha hecho de cena la parienta. Otra jornada laboral echada. Coño, si además es miércoles, hoy echan la Champions.

Qué vida más perra. Mucha titulitis y mucha ostia y al final los mismos cuatro tontos de siempre para sacar la faena. A ver si engancho pronto una primitiva y me retiro, ya veríamos entonces qué hacían sin mí en la empresa. ¡Menos mal que aún quedamos unos cuantos para levantar España!