La dureza de las olas
Resistió los embates del mar como buenamente pudo durante varias horas. Observó con preocupación como el viento del Este había traído consigo un denso techo de nubes negras, que apenas dejaban vislumbrar ya algún ínfimo rayo de sol. No acababa de entender cómo había llegado a distanciarse tanto de la orilla; ni cómo el tiempo, que durante toda la mañana había sido benévolo, podía haber cambiado tanto. Pensó que tal vez se habría quedado dormido, mientras se aferraba con fuerza a ambos lados de la barcaza, tratando de mantener un equilibrio que a cada minuto se hacía más y más precario.
A su alrededor no atisbó ni un solo barco hacia el que dirigirse. Lo encontró lógico, viendo lo temerario de hacerse a la mar con ese horizonte. La orilla parecía también una referencia utópica, rendido ante lo invencible de aquella resaca monumental que le arrastraba sin remedio. Sin saber porqué, las primeras gotas de lluvia que salpicaron su cara le trajeron a la memoria la historia de aquel viejo corajudo de Hemingway: lejos de reconfortarle, le pareció un pensamiento cínico y absurdo. Ni tan siquiera le había gustado el libro. Miró una vez más a su alrededor esforzándose por encontrar alguna solución en un golpe de audacia, pero sus medios eran tan escasos que no tardó en darse por vencido.
La desesperación, la sed y aquel devenir espasmódico del agua le hicieron pensar en la salinidad del mar, el movimiento perpetuo y lo inexorable de las cosas. Dudó de si podría haber tiburones o algún otro tipo de depredadores en aquella zona, y no supo decidir si el que los hubiera sería para él peor o mejor noticia. Finalmente, cansado y abatido, se resignó a su suerte y dejó que aquel patín naranja y blanco volcara, a merced de la zozobra de las olas, mientras en el horizonte Cambrils se quedaba cada vez un poco más lejos.
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Doctor -
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el capitán ahab pino -