Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (I)
Evaristo Solanas cogió su solicitud en el mostrador de información, y se dirigió al pasillo que la señorita de la entrada le había indicado.
Harto de dar vueltas, había aparcado el coche en doble fila; por eso ver toda aquella fila interminable que se dirigía hacia su ventanilla le hizo sospechar que tarde o temprano algún amable agente municipal le dejaría un recado en el limpiaparabrisas. Aún así respiró hondo, y resignado comenzó a rellenar una por una todas las casillas de su impreso, apoyado a duras penas sobre el portafolios en el que llevaba toda la documentación adjunta requerida.
Durante los cuarenta y siete minutos que siguieron, pudo comprobar como hasta en cinco ocasiones otros sujetos que habían guardado pacientemente esa misma fila la abandonaban a buen ritmo en dirección a otra fila diferente, considerablemente enojados y maldiciendo, según el caso, contra la administración, el excelentísimo señor alcalde o el funcionario implicado. Pensó que tal vez él también podría haberse equivocado y en el considerable contratiempo que eso le supondría, pero tras un breve vistazo a la docena de personas que ahora aguardaban con la mirada perdida detrás de él, decidió quedarse allí y confiar en la suerte.
Cuando llegó su turno, ordenó cuidadosamente sus papeles golpeándolos sobre el mostrador para encuadrarlos, los cazó con un clip y se los entregó al funcionario. Le pareció que aquel era un señor con la cabeza excesivamente pequeña, y que le escudriñaba por encima de las gafas con cierto aire de superioridad y enfado; eso le resultó gracioso. El funcionario se lamió excesivamente el pulgar, y con administrativa parsimonia fue pasando uno a uno los documentos, mientras emitía sonidos indescifrables con la garganta. Finalmente musitó para sí algo parecido a un “está todo”, y devolvió a Evaristo la última copia, debidamente sellada.
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