Relatos del día a día/ Escenas cotidianas (II)
Metió primera mientras colocaba en la guantera el cartel de Fuera de Servicio. Para evitar malentendidos, apagó como de costumbre la luz interior del autobús y estiró su espalda cada día más maltrecha contra el asiento, buscando un crujido relajante que no llegó a sonar.
A lo largo del paseo pudo contemplar, hasta en cuatro ocasiones, cómo las caras expectantes y las bocas abiertas que se repetían en cada marquesina se convertían a su paso en gestos de irritación, abatimiento o resignación según el caso. Probó a girar su cuello hacia los lados, sintiendo como en él se acumulaban las ocho horas de volante y atención a una clientela poco dada a la transigencia, pero tampoco le funcionó. Así que recontó por tercera vez los cambios, y aprovechó un semáforo en rojo para recuperar la moneda de diez céntimos que en el segundo recuento se le había caído bajo el acelerador
Observó con una mezcla de cansancio y tristeza cómo le adelantaba a unos setenta por hora un Orión chapuceramente tuneado, con cuatro chicos moviendo sus cabezas como becerros a ritmo de reggaetón. Recogiendo del salpicadero su cartera y sus llaves vio la hora: otra vez quince minutos de exceso de jornada laboral. Pensó en el trayecto que le quedaba hasta cocheras, y sin demasiada fe se puso en manos de la Virgen, esperando no encontrarse con el tradicional atasco en dirección al polígono.
De camino saludó tibiamente a un compañero que avanzaba en sentido contrario. Se dio cuenta de que apenas se conocían, y concluyó que en realidad ni tan siquiera le caía bien. Arrugado en el fondo de su funda de gafas, encontró un boleto de la primitiva; decidió que comprobarlo sería lo primero que haría al llegar a casa, y deseó fervientemente que estuviera premiado.
Se desabrochó los tres primeros botones de la camisa, buscando en vano un pellizco de felicidad. Llegando a Miguel Servet, un muchacho de unos catorce años le hizo señas para que lo cogiera. A través del cristal le indicó con gesto de disculpa que no, señalando el cartel y las luces apagadas. Al alejarse pudo ver por el retrovisor como el chico lanzaba una patada al aire, mientras apuntaba al cielo con el dedo anular de su mano derecha. Respiró hondo y siguió su camino, intentando imaginarse bajo una relajante ducha de agua templada y echando cuentas desesperadas para saber cuántas semanas de trabajo le quedaban hasta sus vacaciones.
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